Mariano Rivera Conde

Foto de parte de La Noria Mi Pueblo Querido

 

Mariano Rivera Conde: El hombre que hizo cantar a México
El Autór de este artículo reportaje es:

Arturo David Vásquez Urdiales Zuazubiskar

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Hay hombres que no mueren: se convierten en ecos.
Hay ecos que no callan: se convierten en canto.
Y hay cantos que no cesan: se convierten en patria.

Así es el nombre de Mariano Rivera Conde, un fragmento de eternidad sonora que nació en La Noria, Mazatlán, Sinaloa, bajo un cielo ondeado por alondras de adobe y horizonte con olor a leña y agua de coco. El 31 de octubre de 1914, mientras el país parpadeaba entre las cenizas de la Revolución y la añoranza por una paz aún lejana, llegó al mundo este hombre cuyo destino no era gobernar ni guerrear, sino escuchar… y hacer que el pueblo entero se escuchara a sí mismo.

I. El canto en la sangre

El joven Mariano no cantaba con la boca, sino con los ojos. Tenía ese raro don de saber cuándo un alma vibraba, cuándo una voz no era solo garganta sino costilla, herida, vino, tierra. Desde sus primeros días en la Ciudad de México —esa Babilonia mestiza que todo lo engulle y todo lo lanza al olvido—, supo encontrar grietas por donde filtrarse: un trío aquí, una serenata allá, y luego, la puerta mágica de la XEQ, emisora que era antesala de las grandes catedrales radiofónicas del alma mexicana.

Pero el verdadero salto fue con RCA Víctor México, esa arca de vinilo donde se grabaron los sueños del pueblo y se encapsuló el dolor, el amor y la fiesta en discos negros con alma circular. Allí, Mariano se convirtió en una suerte de sacerdote musical, consagrando voces que se volverían santas en el altar del imaginario nacional.

Pedro Infante, con su risa de trueno.
Toña la Negra, con su piel de luto eterno.
Las Hermanas Landín, desdoblándose como espejos sonoros.
Ferrusquilla, cantor del desamparo y de la voz fronteriza.

II. El gran conjuro de los nombres

Pero el verdadero milagro de Mariano no fue descubrir voces, sino escuchar nombres antes de que fueran leyenda.
Detrás de cada gran intérprete había un compositor, un forjador de silencios llenos de palabras: José Alfredo Jiménez, ese jinete ebrio de versos; Tomás Méndez, tejedor de coplas como puñales; Miguel Aceves Mejía, cuyo falsete era un rezo entre los cerros.

Mariano no era un empresario: era un conjurador.
Su oficina era un altar de cigarro, cintas y pentagramas.
Y en su mirada había un calendario antiguo que podía predecir qué canción nacería para quedarse.

En un país donde el arte suele ser despreciado hasta que da dividendos, Rivera Conde apostó por la emoción. Por eso, su legado no es un catálogo: es una biografía nacional.

III. La casa que cantaba sola

Y sin embargo, el que escucha tanto, también necesita silencio.

Por eso, Mariano nunca se despidió de La Noria. Volvía como quien visita un templo olvidado, como un anciano monje que va a beber del pozo donde se bautizó. Acompañado de su musa y cómplice, Consuelo Velázquez, ese prodigio que nos regaló “Bésame Mucho”, organizaban veladas que desafiaban al tiempo: las guitarras se encendían, las voces se abrían como flores nocturnas, y nacían himnos bajo un cielo sin estrellas, porque la verdadera luz estaba en la música.

En esas reuniones, en esa casa todavía en pie, nacieron canciones que hoy se cantan en bodas, en funerales, en borracheras y en serenatas. “Cien Años”, “Está Sellado”, son más que canciones: son reliquias vivas de un pueblo que canta para no morir.

La casa es de adobe, sí. Pero su alma está hecha de notas musicales.
Y los fantasmas que ahí habitan no asustan: tararean.

IV. El silencio final (que no es final)

Mariano murió en 1987. Pero decir “murió” es no entender el tiempo.
Murió el cuerpo, acaso. La voz no.
Porque cada vez que alguien canta Copa tras copa, o Fallaste corazón, o Bésame Mucho, hay una sombra discreta, una presencia callada: la de ese hombre de oído prodigioso que supo que México era un bolero ranchero a punto de explotar.

Hoy, su pueblo lo honra con el Festival “¡Bésame Mucho!”, como si el amor y la canción fueran la misma cosa, como si la vida fuera una larga melodía que merece un tributo cada vez que alguien cierra los ojos y canta.

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Epílogo hipnótico

¿Quién fue Mariano Rivera Conde?
Un agricultor del canto.
Un cartógrafo del sentimiento.
Un profeta que no necesitó escribir libros sagrados: le bastó con producir discos.

En un México herido por guerras, narcóticos y ruido, la voz de Mariano nos recuerda que el país no solo se funda con constituciones, sino con canciones. Que la patria no está solo en la bandera, sino en el radio del abuelo. En la serenata al pie de la ventana. En el casete olvidado en la guantera.

Gracias, Mariano.
Tu oído nos enseñó a escuchar(nos).
Y por eso, este apunte diario te bendice,
con tinta hipnótica,
y canto eterno.

 

Ruben Rios “Mr. Pachanga”

**Comentario adicional** Yo tuve el placer de conocer al señor Mariano Rivera Conde en La Habana, Cuba, en los años cincuenta. Yo había actuado la noche anterior en un programa de CMQ llamado *Casino de la Alegría*, donde había cantado la canción de Consuelo Velázquez: **”Franqueza”**.

Guillermo Álvarez Guedes, que había visto el programa, me habló para decirme que me esperaba en los estudios de Radio Progreso a las 3 p.m., ya que quería que conociera a alguien. Estuve allí a esa hora. Me presentó al Sr. Mariano y me pidió cantar acompañado por Severino Ramos.

**Franqueza**: Yo la cantaba con una versión que había creado para el principio y final, para ser diferente a los demás que la cantaban. Y cuando Mariano la escuchó, gritó de alegría. “Si Consuelo la escucha, se enamora de esa versión. ¡Felicidades, Rubén!” — Rubén

Él se interesó en grabarme, pero ya yo tenía firmado un contrato de exclusividad con Manolito Matos y Enrique Beltrán para Sonotone.

Para entonces yo no sabía quién era Mariano Rivera Conde.
Nos invitó a Guedes, a Severino y a mí a merendar en el Café Celeste, en la esquina de Radio Progreso, donde pasamos un buen rato, muy agradable.
Más tarde, cuando llegué a México, ciertas circunstancias no me permitieron contactarlo.
Sin embargo, guardo un muy bonito recuerdo de Mariano Rivera Conde.
Lo que puedo decir de él es que yo conocí a: “Todo un Señor”, en toda la extensión de: “La Palabra”.

 

Rubén Ríos Mr. Pachanga

 

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